Cada pieza es un mapa y cada símbolo, una constelación. La iconografía de los pueblos de México nació en el encuentro profundo entre la mirada humana y el mundo natural, y luego se plasmó, con mano y herramientas, en el taller. Las primeras líneas fueron caminos; los primeros puntos, semillas; las primeras figuras, criaturas que habitaban el monte, el agua y el cielo. Cada prenda es la memoria visible de esos diálogos antiguos.

Los motivos se repiten como plegarias: el rombo que protege el corazón del hogar, la greca que registra el movimiento del tiempo, la flor que abre paso a la fertilidad, el pájaro que anuncia un cambio de estación. Son más que ornamento: señales que las comunidades aprendieron a leer como se lee el clima o el cielo nocturno.

La iconografía es, en muchas regiones, la primera enciclopedia: un archivo de conocimientos transmitidos a través de aguja, hilo y paciencia. Cada símbolo es parte de un lenguaje, un modo particular de mirar y entender el mundo, y cada región se expresa con un vocabulario propio. En la montaña se dibujan espirales que evocan el viento; en la costa, peces que nadan entre líneas azules; en la selva, animales que se vuelven guardianes tejidos; en el altiplano, figuras geométricas que sostienen la idea de equilibrio.

Y aunque los símbolos cambian de forma y ritmo, todos comparten un mismo impulso: explicar el mundo y mantenerlo vivo, puntada por puntada. En Original la diversidad de iconografías no compite, sino que conversa. Aquí, cada prenda es una voz distinta en un coro inmenso, y cada símbolo es una manera de decir: “esto somos, esto cuidamos, esto recordamos”.